La revolución romana, Ronald Syme

La principal limitación metodológica de Ronald Syme fue su implícita aversión hacia la arqueología y hacia todo aquello que no supusiera una minuciosa y exhaustiva lectura de las fuentes antiguas. Esta inclinación tendenciosa se convierte, paradójicamente, en la mayor fortaleza de su libro aquí reseñado, La revolución romana
Me explicaré. Obviar las demás fuentes provoca que el autor desarrolle un pormenorizado estudio prosopográfico sin parangón en la historiografía clásica, o al menos no lo tenía cuando fue publicado en 1939. Para entonces, ya se habían consolidado los principales regímenes autoritarios europeos. Sus dictadores, amparados bajo el velo de procedimientos aparentemente legales, comenzaban a consolidar formas de poder autocráticas. Algo que pudo inspirar al autor neozelandés para retrotraerse a los primeros gobiernos unipersonales de la historia de Europa. 

Sir Ronald Syme | The Journal of Roman Studies | Cambridge Core

Sir Ronald Syme y el libro reseñado.

Pero Syme rechaza el retrato biográfico de Augusto: para él, la verdadera fuerza motriz de la revolución romana fue la oligarquía. De ahí que el enfoque prosopográfico y marcadamente textual del historiador pueda haberle hecho un favor, aunque resulte en un estudio con lagunas que deben subsanarse (sano complemento a este libro parece ser Augusto y el poder de las imágenes, de Paul Zanker, que tengo muy pendiente). Syme arguye que tras las biografías de los grandes personajes se esconden partidos y facciones que condicionan desde las sombras la orientación de todo un Estado. Roma no se erigió únicamente a partir de la voluntad de un individuo, sino que respondió a una acción conjunta y, en ocasiones, menos evidente. Esta es la tesis principal del libro:

“En todas las edades, cualquiera que sea la forma del gobierno [...] detrás de la fachada se oculta una oligarquía, y la historia de Roma, republicana o imperial, es la historia de la clase gobernante”. 

La libertas a la que republicanistas como Catón apelaron ante el advenimiento del nuevo régimen no aludía al inmaculable ideal proclamado en el juramento del Juego de Pelota. Más bien se trataba de un endeble recurso retórico abanderado en la defensa del statu quo que beneficiaba a una clase y perpetuaba sus privilegios. A veces me pregunto cuánto nos hemos dejado engañar por el discurso de las fuentes griegas y romanas o, más bien, por la lectura errada que se ha hecho del mismo en la época contemporánea. Hemos opuesto los idealizados modelos de gobierno del Occidente antiguo y europeo al inasumible despotismo oriental, incluso cuando las economías grecorromanas no habrían sobrevivido sin mano de obra esclava, desigualdad, violaciones y rapiña (¡se estima que casi un tercio de la población italiana era esclava en el siglo I a.C.! Y, al contrario de lo que se piensa, no toda ella procedía de los botines de guerra, la mayoría era nativa). 

La transición entre República e Imperio

La República romana experimentaba una muerte orgánica, resultado de las disputas entre élites aristocráticas que venían desarrollándose desde época de Sila y Mario, cuando se acentuó el conflicto entre optimates y populares. Esta crisis fue acelerada por Julio César y culminada por Augusto, quien intensificó el proceso de perversión y depuración de las formas republicanas. Estudiar la Roma de esta época resulta un ejercicio arduo para el que quiera constatar el nacimiento y la muerte de las élites aristocráticas, militares advenedizos y herederos resentidos. Los nombres se suceden. Tácito echará en falta este ruido en medio de la quietud política imperial, ya desprovista de retórica y de Cicerones. No queda ningún Senado al que conquistar, ningún partido al que convencer. Las querellas políticas se gestan tras las bambalinas de la corte. De todo ello nos informa Syme en una extensa y erudita relación de personajes.

“Un Estado bien organizado no necesita de grandes hombres, ni tiene sitio para ellos. El siglo último de la República presenció una sucesión de individuos sorprendentes, síntomas de degeneración cívica y causa de desastre.”

Sin embargo, la ficción republicana se mantuvo por un tiempo. Al menos hasta que, en el 23 a.C., Octavio renunció al cargo consular y obtuvo del Senatus populusque romanus una serie de poderes extraordinarios que reforzaron su poder personal y dieron forma definitiva al Principado. Fue un proceso gradual, disimulado y eficaz. Al fin y al cabo, los romanos manifestaban una marcada avesión al cambio, a menos que este presentase continuidad con las costumbres ancestrales (el mos maiorum no escrito, pues también las Constituciones al estilo griego les resultaban antipáticas) y demostrase flexibilidad ante el devenir de los tiempos.

Los cimientos del nuevo régimen

El acceso de Augusto al poder supuso, por un lado, la irrupción en la política de los novi homines y otras clases sociales que ascendieron a expensas de la vieja aristocracia. Siguiendo la estela de César, el princeps consolidó un sistema basado en las lealtades personales y fidelidades obtenidas a partir de una redistribución de la riqueza. Las proscripciones desempeñaron un papel fundamental. Por otro lado, Syme resalta que la base del poder augústeo se encontraba más allá de sus fronteras inmediatas: en las élites provinciales y en los ejércitos profesionales destacados en las mismas. Las tropas permanentes y la guardia pretoriana le debían fidelidad no tanto como jefe de Estado, sino más bien como un patrono con el que establecían una relación clientelar. Entre la concesión arbitraria de honores, las proscripciones y el desarrollo del clientelismo, la Administración de Augusto adquirió un carácter marcadamente personalista.

La Cohorte Pretoriana. Relieve del I d.C.

El fervor religioso volvió a convertirse en el pilar ideológico de Roma, garantía de una pax deorum seriamente cuestionada tras tantas guerras fratricidas. La asociación entre pietas y virtus se convirtió en el fundamento moral y social del imperio. La construcción del mito de Actium contribuyó a establecer el mito de la dualidad Occidente-Oriente, el combate entre las divinidades de Roma y las del Nilo; de lo cual derivó la vehemente propaganda contra Marco Antonio. 

Pietas le había dado antaño al romano el Imperio del mundo, y sólo pietas podía conservarlo: “Reinas porque te empequeñeces ante los dioses, haz de esto el principio y el final de todas tus empresas” (Horacio, Odas III, 6). 

Durante el Principado se observa un progresivo declive del campesinado tradicional, paralelo a la consolidación de los grandes latifundios y las villae cuyo esplendor podremos atestiguar de manera mucho más patente en el Bajo Imperio. La concentración de la tierra estuvo ligada a la especialización de los cultivos y a su orientación hacia mercados de exportación, como evidencia la producción de aceite en la Bética. La revolución agraria estaba siendo definitivamente desplazada a favor del incremento de la fortuna personal de unos pocos cuyas villas eran explotadas por esclavos, arrendatarios y colonos. Esta circunstancia parece contradecir abiertamente el modelo de pequeño campesino virtuoso que Virgilio promulga en las Geórgicas. Sin embargo, fue el principal mecanismo por el que Augusto cosechó simpatías, a través de la repartición de la tierra expropiada y el licenciamiento de soldados, a quienes llegaba a congratular con excedentes de su propia fortuna personal.

Algunos retos de análisis

Estos elementos constituyen solo algunos de los aspectos que Syme desarrolla en su extenso estudio. El análisis llega a ser bastante exhaustivo. Parte de la necesidad de evitar resaltar la figura de Augusto en el eterno panegírico de sus coetáneos, lo que conlleva a que, en ocasiones, el argumentario del autor destile cierta antipatía personal hacia el príncipe romano. Syme también recurre a algunas profecías autocumplidas, piedrecilla historiográfica con la que es fácil tropezarse. Pero seguramente el principal problema de este volumen es que no se plantea en ningún momento hacer lo que ya se conoce popularmente como historia socialEl hermético enfoque aristocrático deja en penumbra el papel de la plebe. Este es, sin duda, un lugar común de las críticas que se han vertido contra la monografía. Cuando un investigador le cuestionó sobre su reticencia a tratar la historia de los esclavos o las clases bajas, Syme respondió, con sencilla soberbia, que ese tema le aburría.

Para Syme, la construcción oligárquica del Principado no permitió la injerencia de los sectores populares, y si lo hizo no fue algo en modo alguno reseñable. Contradicción patente, puesto que en su obra reconoce que los soldados (esos proletarii que habían sido reclutados durante las reformas marianas) decidieron el curso de varias campañas. En Perusia, exigieron la reconciliación entre Octavio y Marco Antonio: también en Mutina o en Ategua ejercieron medidas de presión colectiva. ¿Cuál fue la verdadera agencia del proletariado romano en estos momentos? ¿Acaso el clientelismo había suprimido por completo el potencial de movilización plebeya? Son cuestiones que merece la pena plantearse. A Syme, al parecer, no le interesaba. O no podía interesarle. El método prosopográfico, que estudia solo a los personajes que figuran en las enciclopedias y diccionarios, no es capaz de abarcar a la humanidad en su conjunto, y presenta desde su génesis una visión mutilada de los acontecimientos.

“Con sus años, su nombre y su ambición, Octaviano no tenía nada que ganar de la concordia dentro del Estado, y sí, en cambio, todo del desorden”. Syme rechaza emprender una biografía convencional de Augusto para explicar el colapso del régimen republicano, pero sin la figura del princeps la revolución romana resulta inconcebible. El autor no vacila en descubrir sus crímenes sanguinarios, otorgándole adjetivos que nadie hasta el momento le había dedicado, aunque también es capaz de reconocer la astucia e inteligencia del emperador. 

Sin embargo, Syme atribuye buena parte de los éxitos de Augusto a Agripa, Mecenas, Livia y otros miembros de su círculo; en ocasiones, afirma que las batallas se saldaron a favor del príncipe por golpes inesperados de suerte. A pesar de la indudable agencia de estos auxiliares, es imposible no sorprenderse ante el relato de la vida de Augusto, un adolescente enfermizo que logró jugar hábilmente sus cartas, a pesar de tenerlo todo en contra más de una vez. Syme acierta al señalar que el mayor triunfo de Augusto fue no ser indispensable. El régimen que consolidó demostró poseer la solidez suficiente como para sobrevivirle. Roma jamás volvería a ser una República. 

Una visita de Agripa a Augusto de Lawrence Alma Tadema
Una visita de Agripa. Lawrence Alma Tadema, s. XIX.

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